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25 noviembre,2025

Maní: la riqueza de las meliponas y la memoria maya

  • La experiencia combina rituales mayas, convivencia con abejas sin aguijón y un mensaje de respeto a la naturaleza
  • Lool-Ha y la comunidad de Maní abre las puertas a un turismo vivencial y consciente
  • Por Alejandra Pérez Bernal

Clase Turista

El sol del mediodía cae fuerte sobre Maní, Pueblo Mágico de Yucatán. La luz se filtra entre los árboles y la tierra parece desprender un calor antiguo, como si respirara. Entramos al Meliponario Lool-Ha, guiados por el canto de las aves y el murmullo de la naturaleza. Nos espera Elizabeth Interián, con un hipil blanco bordado en flores de color amarillo, y detrás de ella, un solar amplio y fresco que huele a tierra húmeda y a hojas recién cortadas.

Antes de iniciar la ceremonia, Elizabeth nos comparte un recuerdo de su niñez. Relata cómo su abuela la llevaba de la mano a convivir con las abejas y cómo, desde entonces, descubrió algo que la marcaría para siempre: “Ese día vibré al mismo nivel que la tierra, los animales y las abejas. Sentí que hablábamos el mismo idioma, y comprendí la importancia de cuidarlas como parte de nosotros mismos”. Su voz se entrecorta por la emoción, y en su mirada se nota que aquel recuerdo sigue vivo.

Junto a Elizabeth aparecen dos mujeres más, también con hipiles bellamente bordados por ellas mismas. Los hilos de colores vivos — azules, rojos, verdes, naranjas— parecen narrar historias en cada puntada. Se colocan a su lado y juntas inician la ceremonia de limpieza.

El humo del copal se eleva espeso y aromático, impregnando el aire con un olor dulce y terroso que se mete en la piel. El calor del sol se mezcla con la brisa del incienso, y por un instante todo parece detenerse. Con ramas frescas de plantas, barren suavemente nuestros brazos y hombros, despejando lo invisible.

Nos explican que este ritual busca disipar las malas energías que podrían alterar a las meliponas y preparar nuestro espíritu. Cerramos los ojos. El crujir de las brasas, el murmullo del viento en las hojas y el canto lejano de un pájaro se convierten en una sinfonía mínima. Cada uno, en silencio, agradece: al agua, al sol, a la tierra.

Con el cuerpo ligero y la mente abierta, nos acercamos a las cajas de madera donde habitan las meliponas. Abren una de las cajas, nos pide meter de manera muy delicada la mano al interior de la colmenta y de pronto, sentimos las patitas diminutas recorrer la piel: un cosquilleo suave, delicado, como si nos leyeran.

Y de pronto el zumbido se convierte en vibración. Es un sonido bajo, rítmico, que parece atravesar el pecho. La naturaleza habla en un idioma secreto, y por un instante el tiempo se suspende. Algunos cierran los ojos, otros sonríen sin querer. Nadie dice nada: la experiencia no se explica, se siente. Es como si algo quedara marcado en la piel, una memoria invisible.

Mientras probamos la miel melipona, espesa, ácida y dulce al mismo tiempo, Elizabeth nos cuenta que estas abejas han sido cuidadas por generaciones. La producción es mínima: se necesitan hasta tres cajas para obtener un solo litro al año. “Lo que hacemos no es negocio, es vida”, dice, mientras muestra un frasco pequeño de miel y un licor de propóleo.

En Maní, la comunidad es clara: el turismo no puede ser invasión ni gentrificación. El turismo aquí se da per se, porque lo decide la gente. Son ellos quienes marcan los límites, quienes saben qué mostrar y qué proteger. Y lo hacen porque tienen la convicción de que conservar vale más que vender.

Al mirar alrededor, el mediodía parece distinto. El calor sigue ahí, pero ya no pesa. En el aire flota una sensación de equilibrio: las abejas zumbando entre las flores, los árboles dando sombra, los visitantes en silencio.

Al final, cada quien comparte una palabra: gratitud, respeto, asombro. Es un cierre sencillo, pero profundo. El turismo comunitario en Maní no busca entretener, busca conmover. Uno entiende que lo vivido no es solo un recuerdo, sino una lección: que la naturaleza no es un espectáculo, sino un latido que se cuida entre todos.

Cuando dejamos el meliponario, el Pueblo Mágico se siente más vivo que nunca. El convento de San Miguel Arcángel observa desde la distancia, testigo de siglos de historia, mientras en Lool-Ha, las abejas sin aguijón siguen vibrando, marcando el compás de un pueblo que se niega a olvidar y que ha elegido guiar su propio destino.

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