- La tiranía de los algoritmos y el apocalipsis de la razón
- J. Alejandro Gamboa
Clase Turista
A veces me cuesta escribir algo que la gente quiera leer sin que suene a sermón o a tratado de filosofía. Pero no puedo evitar sentir que nos estamos desmoronando como sociedad, que lo que antes era conversación hoy se ha vuelto ruido, y que lo que antes llamábamos pensamiento ahora son solo reflejos instantáneos guiados por pantallas.
Soy padre, y como muchos que tenemos hijos, me preocupa el mundo que les estamos dejando. Un mundo donde la tecnología, que prometía acercarnos y darnos oportunidades, se ha convertido en una maquinaria que premia la estupidez y castiga la reflexión.
Veo las redes sociales y me doy cuenta de que no existe ya una discusión seria. Las sociedades, sobre todo la nuestra, están atomizadas, partidas entre “chairos” y “derechairos”, como si el país se jugara entre bandos y no entre ideas. La gente ya no dialoga, solo reacciona. No hay argumentos, hay gritos. No hay pensamiento, hay consignas.
Byung-Chul Han habla de la sociedad del rendimiento, una en la que creemos ser libres mientras trabajamos y opinamos sin parar, pero en realidad somos esclavos de la productividad, del like, del algoritmo. Es una nueva forma de autoritarismo. O sea, no hay dictador visible, pero hay una máquina invisible que decide qué vemos, qué pensamos y hasta qué odiamos. Este autor lo llama “la tiranía de la positividad”, todo tiene que ser rápido, fácil, emocional, superficial.
Y ahí es en esto donde la pinche democracia empieza a pudrirse. Porque la libertad de expresión sin pensamiento crítico es una parodia de sí misma, es un chiste. Lo que hoy se presenta como democratización es, en realidad, una multiplicación del ruido. Cualquiera opina, cualquiera acusa, cualquiera destruye desde el anonimato o la ignorancia.
Otro autor, Zygmunt Bauman decía que vivimos en la modernidad líquida, donde todo es inestable, es decir, no hay certeza de las ideas o los valores. Nadamos, navegamos, entre likes y memes buscando la aprobación del otro. Como si fueran boyas que nos mantuvieran a flote, pero no hay fondo ni dirección.
La inmediatez y la idiotez parecen estar reemplazando al conocimiento y al pensamiento; la emoción se volvió más rentable que la razón. Culpemos al otro ante nuestra irresponsabilidad crecida en la tierra de la ignorancia.
Mientras tanto, los verdaderos creadores, los que hacen, como el campesino, el artesano, el ingeniero, el maestro, quedan relegados, invisibles, porque no caben en el molde del influencer o del “emprendedor de sí mismo”. Hoy vive mejor un idiota digital que un creador de la vida real. Y eso, más que una injusticia, es una tragedia cultural.
Observo a la gente en el transporte, todos con el celular en la mano, hipnotizados. Y lo que más me alarma no es que estén conectados, sino a quién están escuchando, viendo, atendiendo: a los opinólogos, a los que confunden carisma con conocimiento, a los que dictan tendencia y moldean pensamiento sin tener idea de lo que dicen, a los simpáticos, a los chistosos, a los huecos.
Estamos entregando la educación de toda una generación a los cómicos de internet. El sistema escolar, por su parte, se ha vuelto cómplice. Ya no forma mentes, las adiestra. Las escuelas, en vez de despertar la curiosidad, producen jóvenes obedientes, consumidores dóciles de contenido. Y las familias, desbordadas o distraídas, apenas son conscientes de ello. Es más, participan del mismo virus.
No soy pesimista, pero sí escéptico. Seguramente hay una pequeña minoría que resiste, que piensa, que duda. Que entiende que el pensamiento crítico no es un lujo intelectual, sino un acto de supervivencia. Que sabe que solo la conciencia de ser humano, de sabernos parte de lo humano, y no usuarios, puede salvarnos del apocalipsis zombie que ya se asoma por las pantallas.
La pregunta es cómo reaprender a pensar. Cómo recuperar esa capacidad en un mundo diseñado para distraernos. Tal vez todo empiece por aceptar que nunca hemos sido individuos aislados, sino seres sociales, interdependientes. Que la vida buena no se construye en la competencia, sino en la cooperación.
Si queremos un país distinto, tenemos que luchar contra la corrupción, pero también contra la idiotez organizada. Necesitamos recuperar la cultura, la educación y la palabra. Reconvertir las redes sociales en herramientas de comunidad y no de alienación. Limpiar, poco a poco, el veneno de la envidia y del odio que nos inculcan día a día (basta dar una mirada a las redes sociales que derraman pus en odio y pasiones desbordadas, ausentes de pensamiento y de ideas).
Y sí, tal vez no lo logremos todos; pero con que algunos despertemos, con que unos cuantos sigamos escribiendo, leyendo, cuestionando, actuando en nuestros entornos, algo cambiará. Porque el pensamiento crítico, aunque parezca pequeño, sigue siendo el único antídoto contra la estupidez global.

