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25 noviembre,2025

El rincón del giróvago

  • Las venas abiertas de la educación pública en México
  • Por J. Alejandro Gamboa C

Clase Turista

He estudiado en aulas públicas urbanas con pizarrones verdes, luces fundidas o apagadas, sin tecnología; también he visto escuelas en la actualidad con los mismos pizarrones de mi adolescencia: baños sucios y falta de agua. En ambos, la sensación es la misma: la educación pública en México sigue siendo una promesa incumplida.

Nos hablan de la Nueva Escuela Mexicana como si fuera el parteaguas que transformaría la enseñanza en este país. Sin embargo, cuando escucho a maestras y maestros de carne y hueso, la historia es otra. Muchos no saben cómo aplicar los nuevos programas, no porque falte voluntad en todos los casos, sino porque nadie los preparó para ello.

Y otros, protegidos por el viejo sindicalismo, ni siquiera se esfuerzan. Se han acostumbrado a que la falta de vocación no tenga consecuencias.

En las ciudades, la cobertura es amplia, casi universal. Pero detrás de las cifras de asistencia casi perfecta se oculta otra verdad: aulas saturadas, estudiantes que memorizan sin comprender, maestros cansados, y un sistema que privilegia el trámite por encima del aprendizaje. En los pueblos alejados, la postal es aún más dura: techos con goteras, baños insalubres, falta de agua, internet inexistente. Allí, cuatro de cada diez niñas y niños indígenas no asisten a la escuela. Y los que sí, lo hacen lo hacen en condiciones indignas, a veces caminando kilómetros para llegar a un salón sin maestros suficientes ni materiales actualizados.

El discurso oficial nos habla de inversiones millonarias, becas y la creación de universidades para el bienestar. Pero, ¿de qué sirve abrir más universidades, si los estudiantes llegan a ellas arrastrando los huecos de una primaria incompleta o de una secundaria mal atendida? El problema no sólo está en la falta de instituciones, sino en la debilidad del trayecto formativo que debería sostenerlas.

Las escuelas impulsadas en este sexenio, como las Universidades para el Bienestar Benito Juárez, aparecieron con la promesa de ser la puerta abierta para quienes no lograban entrar a la UNAM o al IPN. Sin embargo, la realidad es que poco sabemos de sus resultados: no hay evaluaciones serias, sus planes de estudio siguen en construcción y, en muchos casos, carecen de infraestructura suficiente para ofrecer una educación digna.

La pregunta es inevitable: ¿estamos creando verdaderas instituciones de conocimiento o simples paliativos para maquillar las cifras de cobertura?

 

Mientras tanto, las escuelas de educación básica y media superior, que deberían ser el cimiento de todo este proyecto, permanecen en estado de semi-abandono. La Nueva Escuela Mexicana exige que los maestros cambien su metodología, pero esos mismos maestros no han recibido capacitación real ni acompañamiento pedagógico. Les entregan manuales y discursos, pero no herramientas concretas.

Así, la distancia entre la política educativa anunciada desde el escritorio y la práctica diaria en el aula sigue siendo abismal. La transformación prometida se topa con paredes agrietadas, aulas sin recursos y docentes que, aun con la mejor intención, no logran sostener el peso de un sistema que nunca ha sabido renovarse en serio.

Llevamos décadas atrapados en un círculo perverso: gobiernos priistas y panistas diseñaron políticas que nunca respondieron a la realidad social; el sindicalismo magisterial se convirtió en un escudo para proteger a quienes no quieren enseñar; y los nuevos intentos, por más nobles que parezcan, siguen siendo reformas a medias, incapaces de curar una herida estructural.

Lo más doloroso es que este sistema desigual condena a millones de niñas, niños y jóvenes. Si nacen en una familia pobre, en una comunidad indígena o en la periferia de una gran ciudad, sus posibilidades de alcanzar la universidad se reducen drásticamente. La educación, que debería ser un puente hacia la movilidad social, termina reforzando las cadenas de la desigualdad.

Escribo esto con una mezcla de enojo y tristeza. No porque falten diagnósticos —los hay a montones—, sino porque el país no ha tenido el valor de enfrentar el problema de raíz: dignificar la labor docente, invertir en serio en infraestructura y romper con las inercias sindicales que han convertido la educación en moneda política.

Mientras no lo hagamos, la escuela mexicana seguirá siendo un lugar donde se acumulan ilusiones rotas, donde cada generación hereda las carencias de la anterior. Y yo, como ciudadano y como padre, no puedo dejar de preguntarme ¿cuánto tiempo más vamos a tolerar que la educación pública, ese derecho fundamental, sea tratada como un favor mal dado?

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