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25 noviembre,2025

El Rincón del Giróvago

  • El volumen del ego
  • Cuando la libertad personal ignora al bien común
  • J Alejandro Gamboa.

Clase Turista

A partir de un conflicto vecinal aparentemente menor —el volumen de una bocina que inunda la calle—, este artículo reflexiona sobre una tensión cada vez más visible en nuestra vida cotidiana: la dificultad de conciliar los gustos personales con el respeto al entorno compartido. Desde lo legal hasta lo filosófico, pasando por lo sociológico y lo emocional, esta lectura explora cómo el bienestar común se ve comprometido cuando la libertad se confunde con egoísmo, y cómo el concepto de ciudadanía se diluye ante la defensa radical del “yo hago lo que quiero”.

Hace unos días, viví en carne propia un microconflicto tan cotidiano como revelador, que me sirve de pretexto para hablar de los derechos, la ciudadanía y el bien común.

Hace algunas semanas, pedí en el grupo de WhatsApp de mi calle que un vecino bajara el volumen de su bocina, que a todo volumen resonaba por la cuadra. No había agresión en mi mensaje, sólo una solicitud razonada: si la música sólo es de su gusto, que la escuche hacia adentro de su casa. Lo que siguió fue una serie de respuestas que me dejó pensando: ¿cuándo perdimos el sentido del bien común?

Una vecina, con cierto tono condescendiente, arguyó que “no necesitamos ilustrarnos”, que cada uno en su casa puede hacer lo que le plazca. Otra, con ironía, celebró que “si ya estoy tan informado”, entonces debería saber a qué institución acudir.

En pocas palabras: si no te gusta, aguántate o vete con la autoridad. ¿Y la comunidad? ¿Y la civilidad? ¿Y el bien común?

Lo más revelador, sin embargo, no fueron esos comentarios. Fue el silencio de todas las demás personas que integran el grupo vecinal. Ninguna palabra, ni a favor ni en contra. Una parálisis casi absoluta, como si opinar sobre lo común fuera un riesgo. Un vecino me compartió: “Mi hijo leyó la discusión y me dijo: ‘Tú no te metas’”.  Interesante ¿no?

El límite de mi bocina es tu oído. La ley en el municipio donde radico, por sencilla que parezca, es clara: el artículo 10 del Reglamento de Policía y Buen Gobierno prohíbe “emitir sonidos o ruidos que causen molestia a los vecinos”. No dice “siempre que sea fuera de casa, o sólo si molesta de noche”. El sonido invade, se cuela, impone.

Pero más allá de lo jurídico, está lo fundamental: la conciencia de vivir con otros. Me gusta la música… pero también el respeto

No escribo esto desde una postura moralista ni puritana. Me gusta la música, la disfruto con intensidad. Algunas veces la escucho a buen volumen dentro de mi casa, y he hecho pruebas para saber si el sonido trasciende mis paredes, sale a la calle. No tengo conclusiones absolutas, pero sí una certeza: no coloco una bocina en la puerta para que toda la calle escuche lo que a mí me gusta. Lo que busco en el sonido es calidad, no estridencia. Disfruto el hi-fi, no el escándalo.

Y esa diferencia importa, porque una cosa es compartir el gozo estético de un buen sonido, y otra es imponer ruido por crear conflicto, por descuido o desinterés por el bien común, el bien de todos.

¿Qué pasó con el bien común? Esta idea no es una abstracción: es esa fina red de acuerdos no escritos que permite que la vida en comunidad no se vuelva una guerra de egos. Es un principio filosófico y político que nos recuerda que no vivimos solos, y que nuestras acciones –por pequeñas que parezcan– afectan a quienes nos rodean.

Lo opuesto al bien común no es la maldad, sino el descuido y la indiferencia hacia el otro. La idea de que “en mi casa mando yo” es legítima, pero sólo hasta donde no daña o molesta a quienes también tienen derecho a habitar el mismo espacio de muchas personas más.

Hoy, lamentablemente, el individualismo egoísta parece tener mejor receptividad que el bien común. Vivimos en una cultura que confunde autonomía con anarquía emocional, y libertad con permisividad absoluta.

Libertad no es libertinaje. Isaiah Berlin, en su célebre ensayo sobre la libertad, diferenciaba entre la libertad “negativa” (no ser obstaculizado por otros) y la «positiva» (ser dueño de uno mismo con responsabilidad). En nuestra época, hemos distorsionado incluso esa distinción. Hemos elevado el libertinaje al rango de “derecho humano”, como si todo lo que me place fuera intocable, incuestionable, sagrado.

Pero no hay libertad sin límites. Y los límites no son una jaula: son el marco en el que la libertad se vuelve posible para todos, no solo para quien más grita o más volumen tiene. Cuando mi libertad invade la del otro, deja de ser libertad. Se convierte en imposición.

En sociología, se distingue entre el habitante y el ciudadano. El primero vive en un espacio, lo ocupa. El segundo lo piensa, lo cuida, lo comparte. El habitante se deslinda: “no es mi problema, yo hago lo mío”. El real ciudadano se implica: “esto nos afecta, ¿cómo lo resolvemos?”. La diferencia está en la conciencia y educación.

Y aquí aparece el verdadero dilema: ya no se trata sólo de quienes hacen ruido, sino de quienes callan ante él. El problema no es solo el vecino que impone su música, sino los otros que, por miedo, indiferencia o costumbre, prefieren no meterse. Y ese silencio sí que hace ruido.

¿Qué vale más hoy? Vale más lo que elegimos sostener colectivamente en comunidad. Si permitimos que la lógica del “yo hago lo que quiero” anule la lógica del “vivamos mejor todos”, el resultado es una convivencia empobrecida, fragmentada, ruidosa, no sólo en el sentido sonoro, sino en todo sentido.

No se trata de callar bocinas, se trata de algo más profundo: recuperar la conciencia de que cada acción, por pequeña que sea, teje o rompe el delicado pacto de lo común, el pacto que nos hace ciudadanos.

Hablar por lo común, por el bien de todos, incluso cuando incomoda, también es un acto de ciudadanía.

 

 

 

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