- Por Norma L. Vázquez Alanís
Clase Turista
(Segunda de dos partes)
La traza de la capital de Nueva España, basándose en las sugerencias urbanísticas del arquitecto romano Marco Vitruvio de dotar a las ciudades de plazas, dejó ciertos espacios para las que serían consideradas como secundarias, ya que la principal fue la Plaza Mayor, donde se establecieron los poderes civiles y religiosos e incluso el principal comercio, aseveró la doctora en Historia por la ENAH y en Antropología por la UNAM Ana Rita Valero de García Lascuráin.
Durante su participación en el ciclo de conferencias ‘Plazas y sitios de la Ciudad de México’, organizado por el Centro de Estudios de Historia de México (CEHM) de la Fundación Carso con el tema Plaza de las Vizcaínas, la investigadora refirió que en la recién fundada capital novohispana el surgimiento de las plazas estuvo ligado a la integración de cofradías, un modelo asociativo originado en la Europa de la Edad Media que llegó a América por medio de los evangelizadores.
Fue Hernán Cortés, devoto de la Santa Cruz, quien fundó en 1526 la primera cofradía que hubo en Nueva España, la de la Santa Veracruz o de los Caballeros.
De manera que la urbe se desarrolló en torno a sus plazas, unas lujosas e importantes, otras humildes, cotidianas, no planificadas, espontáneas; en su Breve y compendiosa narración de la ciudad de México, de 1777, el bachiller Juan de Viera escribió que la capital contaba con cinco grandes plazas y 23 plazuelas, es decir 28 en total, pero poco después, en 1793, el ingeniero Diego García Conde en su Plano General de la ciudad de México hablaba de 78 plazas, apuntó la historiadora.
Plaza y colegio de las Vizcaínas
Agregó que para entender el origen de La Plaza de la cal de Vizcaínas (ahí se vendían cal y materiales de construcción), hay que verla en torno al Colegio de San Ignacio de Loyola, conocido como de las Vizcaínas, proyectado por el arquitecto Pedro Bueno Basori, quien diseñó un edificio rigurosamente formado por cuatro fachadas, de las cuales la del oriente, la del poniente y la del sur, donde está la plaza, eran ocupadas por las famosas accesorias que se llamaban “de taza y plato”; el plato era la planta baja donde había acceso directo a la calle y la taza era una suerte de tapanco que estaba sobre el plato; el modelo fue muy eficiente porque mientras el padre trabajaba abajo, la madre arriba hacia las labores propias del hogar y los niños jugaban en la calle, este esquema arquitectónico sobrevive en Vizcaínas.
El edificio del Colegio de las Vizcaínas es interesante y valioso por su lujosa construcción de 25 mil metros cuadrados en un terreno de diez mil, en estilo barroco con tezontle y cantera. Su fachada principal da al norte porque el arquitecto Bueno Basori sabía muy bien que en ese punto estaba concentrada toda la actividad importante de la urbe: el Palacio Virreinal, el Cabildo, la Catedral, los grandes conventos, la Real Universidad, mientras que al sur -donde está la plaza- predominaban las chinampas y algo de actividad agrícola, lo que no interesaba a los vascos de la cofradía de Aránzazu, que fundaron y financiaron el colegio.
Esta cofradía era una de las más ricas del reino y lo demuestra fray Agustín de Vetancurt (así escribía él su apellido) quien en su Teatro Mexicano escribió que tenía una bóveda en forma de media naranja con su linternilla y una fachada adornada con columnas corintias de cantera; en general las cofradías estaban adentro de las iglesias pero ésta tenía su propia construcción, contaba con sacristía, sala de juntas, así como una capilla adornada con tres retablos, el principal dedicado a la Virgen de Aránzazu, el de lado derecho a la de Begoña y el de lado izquierdo a la de Guadalupe, la cual siguió en uso hasta el siglo XIX, cuando por las Leyes de Reforma fue expropiada y se demolió.
Aunque la comunidad vasca en Nueva España fue sólo una pequeña minoría en todo momento, el auge económico del siglo XVIII atrajo a jóvenes vizcaínos como Manuel de Aldaco, Ambrosio de Meave y Francisco de Echeveste, fundadores y principales benefactores del Colegio de San Ignacio de Loyola, mejor conocido como Vizcaínas, una obra magna enfocada a la educación de la mujer. Primero buscaron un solar que tuviera buen acceso al agua, les gustó uno cercano a los arcos de Chapultepec y fueron a ver al marqués de Guardiola, oidor del cabildo de la ciudad de México, le dijeron que tenían un capital de un millón de pesos para invertir en este proyecto y lo aceptó.
Solicitaron la merced de dos reales de agua con el que empezaron de inmediato a instalar una cañería, y ya con el permiso de construcción empezaron por abrir zanjas y limpiar la acequia de Santo Tomás que iba a la obra del colegio, para abrir una ruta acuática que facilitara la llegada de los materiales. Así entraron por la Plaza de las Vizcaínas, donde descargaban una suerte de barcazas que llevaban piedra, madera y cal, de ahí el nombre de Plaza de la cal Vizcaínas.
El colegio abrió sus puertas en 1767 (tardó 18 años) con un gran festejo para el que se acordonó toda el área porque iban a llegar personajes importantes como el virrey Carlos Francisco de Croix, los oidores de la Audiencia y los señores del Cabildo; el arzobispo Francisco de Lorenzana fue a bendecir el colegio, recorrió las tres fachadas posteriores y luego todos los corredores.
Hubo una misa solemne que duró muchísimo y después pasaron a tomar el desayuno. Seguramente les ofrecieron toda clase de bizcochos como el pan de rosas que hacían las monjas de Santa Teresa, o el marquesote que horneaban en el convento de San Jerónimo, o los huevos espirituales con gorditas de cuajada, o los huevos en rabo de mestiza, o las rosquillas de almendra o de anís, o los buñuelos de rodilla con miel de panela, o la torta de cielo, o la capa de obispo, o los cochinitos de pan de piloncillo, o las famosas empanadas que hacían en el convento de la Concepción, todo acompañado de tazas de chocolate bien espumado, ese que llevaba dos tantos de cacao de Guayaquil, uno y medio de Maracaibo y uno de Tabasco, sin olvidar la onza y media de canela y sus siete libras de azúcar.
El colegio permanece y la plaza grafiteada
El Colegio de las Vizcaínas tiene tres puertas, una que conduce al colegio; otra, la de enmedio, la abrieron con posterioridad y conduce a la capilla, y la tercera es el acceso al Patio de Capellanes. La gran puerta del edificio muestra la iconografía arquitectónica, encima está el escudo de las cuatro provincias vascongadas, que legítimamente podían poner ahí porque ellos lo financiaron, más arriba está desde luego San Ignacio de Loyola, y en la parte más alta la virgen de Aránzazu, explicó la doctora Valero de García Lascuráin.
En la puerta que entra al Patio de Capellanes estaba el Escudo Real de España y después de la Independencia lo destruyeron con cincel para poner un águila nacional; “se entiende la mentalidad de entonces plenamente republicana, pero los historiadores quisiéramos que la arquitectura se conservara lo más que fuera posible”, opinó la conferencista.
En el gran patio se puede observar que los arcos de la planta baja son chaparros si se comparan con los de la parte alta. En realidad también debieron haber sido arcos esbeltos, pero los cofrades propietarios de las Vizcaínas en algún momento hartos de la cantidad de inundaciones que se registraban allí porque tiene el nivel freático muy alto, pensaron que el único remedio era llenar de cascajo todo el patio y lo subieron alrededor de un metro de alto con lo cual se logró paliar el problema.
Aún se conserva ahí una fuente cuya taza fue un regalo de Porfirio Díaz, quien se interesó mucho en el proyecto pedagógico del Colegio de las Vizcaínas y lo favoreció; tanto, que él personalmente entregaba los premios cada año a las mejores alumnas.
Precisó la investigadora que el retablo mayor de la capilla es obra de José Joaquín de Sáyagos y fue mandado hacer por el cofrade Agustín de Inurrigarro, quien pagó cinco mil 500 pesos al orfebre y advirtió: “sin excusar gasto en la calidad del oro”, es decir, que eran sumamente exigentes y generosos.
Actualmente la Plaza de las Vizcaínas tiene algunas bancas y vegetación, las accesorias con sus balcones arriba aún se pueden ver, pero no se usa mucho como otras plazas citadinas que de verdad son de placer, de regocijo, esta es más bien una plaza de paso, la gente transita por ahí para ir de poniente a oriente de la ciudad, no es un lugar muy amable, hay mucho grafiti en las paredes de las accesorias que deberían estar protegidas por ser del siglo XVIII, concluyó la investigadora.