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25 noviembre,2024

Entresemana

  • Nochebuena, retazos del alma
  • Gracias por sus líneas solidarias y la lágrima compartida…
  • Por Moisés Sánchez Limón

Clase Turista

 Conocí el mar en mi adolescencia tardía; fue en diciembre.

Hoy, la Nochebuena y usted y ustedes y esos días de aventura previos al sacro arrullo del Niño Dios y la posada en la 513, con los vecinos que armaban la coperacha y había de todo, hasta madrazos.

¡Ah!, porque posada que no tuviera un desencuentro entre mozalbetes como que era pozole sin cacahuazintle.

Por supuesto que sólo había golpes y mentadas de madre, esas riñas no se teñían de escarlata. Y los adultos, padres y madres, sobre todo las señoras metían orden y a cachetadas calmaban a los rijosos.

Sí, la Natividad, la Nochebuena y mi cursilería acompañan a esta entrega de entresemana y aprovecho para agradecer las amables muestras de solidaridad para con el duelo que traigo en el alma y cada año comparto públicamente en recuerdo de mi amada Yaz y mi amado Moy.

Amanece el sábado 24 de diciembre de 2022 y me sorprende en la necesidad de compartir retazos del alma, ésos que nos llenan espacios de soledad y son como fantasmas acurrucados en la memoria, silentes esperan el momento, el momento.

Usted sabe de esto y lo sabe bien porque en apenas llega diciembre y la nostalgia de los tiempos idos le aparece en cada esquina de sus amaneceres y anocheceres, le sorprende cuando la mirada anda por quién sabe que horizontes.

Dígame que le provoca esa lágrima y el andar suspire y suspire como adolescente enamorado de la chica de calcetas del 203 en la secundaria República de Francia, la famosa 85 por los rumbos de la unidad San Juan de Aragón.

¡Oh!, ¡Por supuesto! Quizá usted como yo, enamoradizo papel de mozalbete de uniforme beige casi verde, como el que vendían en la Conasupo y reñía con el de la tienda de uniformes allá en avenida Circunvalación –a dos pasos de La Merced–, El Tranvía se llamaba y ahí trabajaba el papá de Blanquita, cuya sonrisa pícara enamoraba al más plantado.

Y, por qué no, las compañeras que compartían sus secretos de chicas enamoradas y que pedían “platícale de mí” o de plano que les hiciera el paro y hablara con el compañero que las había cortado, o viceversa.

Los días navideños, de chamacos a punto de despegar rumbo a la prepa y que tejíamos aventuras y éramos cómplices para armar la tardeada, usted se acordará en aquellos tiempos cuando las fiestas de estudiantes de secundaria terminaban a las ocho de la noche, por muy tarde a las nueve y con la panza repleta de sándwiches y Orange Crush.

Pero, pero…

Sí, bien bailados y besuqueados, besos de piquito, de secundaria, esos que no llegaban a la pasión extrema y se aplicaban en los paseos de manita sudada por el bosque de la Aragón, cuando íbamos a remar y echar desmadre en el lago que entonces no apestaba y hasta se podía nadar.

Esther, sí, Esther fue la chica que, en una de esas escapadas de sábado soleado me movió el tapete. Y fuimos novios por algunos días, prima de un compañero que me buleaba con la banda en la que participaban José Antonio, Fernando, Ricardo y Miguel Ángel y Adolfo.

Y fue con ellos, junto con los hermanos Carlos y El Flaco, menos Fernando y Ricardo por no sé qué motivos, me fui a Acapulco, a conocer el mar.

Habíamos concluido los estudios en la 85 y transitamos medio desperdigados entre la Prepa Pop de Liverpool y en la de Mar del Norte, una en las goteras de la Zona Rosa, la otra por allá en el barrio de Tacuba

A Fernando su papá lo metió al Colegio Militar; la banda estuvo a punto de seguir esa ruta pero lo pensamos bien y cada cual agarró su rumbo. Un año en prepa 9 junto con Adolfo, ahí me enamoré de Laura, Paty Camarena se quedó en el recuerdo de la secundaria; luego me mandaron al CCH, al plantel Naucalpan.

Y la vida me cambió. No conocía el mar.

Pero, bueno, estábamos en eso de los días navideños y cada quien juntó sus dineros para irnos a Acapulco de paseo.

El plan estaba chévere, ¡simón!

Nos hospedaríamos en el departamento de una hermana de Adolfo, así que sólo gastaríamos en la despensa y comeríamos en el depar y a disfrutar de la playa, de la disco. Había una llamada El Tequila que estaba de moda.

Aquel diciembre nos fuimos juntos a la terminal de la Flecha Roja que estaba en San Antonio Abad. Compramos boletos para la corrida de medianoche. Dormiríamos en el viaje y amaneceríamos en ¡Acapulco!

Sí, señoras y señores, conocería el mar y ni más ni menos que el de Acapulco, del que sabía por postales y lo soñaba. Me imaginaba esquiando, en la disco y en La Quebrada. De poca.

Creo que nos comimos unas tortas. Ya cenados, nos trepamos al autobús y pregunté a Adolfo, finalmente guerrerense y conocedor de Acapulco, en qué asiento me quedaba la vista cuando llegáramos a Acapulco para ver el mar.

Entramos por Las Cruces, me dijo y me acomodé para dormir y estar bien descansado cuando llegáramos al Puerto. Pero las ganas de conocer el mar al amanecer solo me daban chance de pestañear, echar unos coyotitos y…

¡Madre mía!

Cuando el Flecha Roja salió de una curva y se encaminó por la pendiente panorámica el mar me golpeó como la fotografía inconmensurable, estampa que se me quedó en la memoria y es película que me sorprende recurrentemente por estos días, cuando la nostalgia de mi adolescencia tardía se asoma en mis soledades.

¡Acapulco! El sol que se desparramaba en la inmensidad de ese azul que era de pronto tornasol y me llenaba el alma de alegría.

Ya podía presumir y platicar largamente de cómo es el mar, ese mar que después he visitado tantas veces que no recuerdo cuántas pero cada una es como la primera vez.

La ruta de Las Cruces quedó atrás y Acapulco es modernidad madreada por el crimen organizado y el no tanto que inhibe al paseo por la Costera Miguel Alemán, de caminar en la noche fresca y cenar en El Zorrito y echar un trago sin el riesgo de ser asaltado, mínimo.

En diciembre conocí el mar y supe de lo que es vivir en la Zona Roja y pasar revista –taco de ojo– a las muchachas garantes del sexo prestado, todos los días, tantos como los de una semana que nos duró el gusto de pernoctar en la vivienda del tío de Carlos, cantinero en esos días en el Bar La Muñeca, y transitar por la calle principal que nos llevaba a la esquina para tomar el camión que iba rumbo a Pie de la Cuesta.

Y es que, resulta que cuando llegamos al departamento de la hermana de Adolfo, ella y su marido se habían ido al Distrito Federal. ¡Sopas!

¿Y?

Carlos y El Flaco recordaron que su tío vivía en la zonaja, atrás del Centro Social y Cultural La Huerta, donde había sesiones de estriptis y la abierta posibilidad de practicar el judo, lucha cuerpo a cuerpo con expertas en esos menesteres. Cuota de por medio, porsupollo.

Y nos fuimos a hospedar a la vivienda del tío, que constaba de un cuarto con cocina, baño y un amplio patio a la vera del río que todavía llevaba agua limpia en la corriente que arrastraba todo tipo de basura. ¡Ah!, y una huerta de cocoteros que nos dio la idea de echarnos unos rones con agua de coco y limón.

¡Racáspita, Kalimán! Canijos chamacos desmadrosos. Fumábamos, eso sí, como chacuacos.

Íbamos a nadar pescar a la laguna de Pie de la Cuesta y toreábamos olas en esa mar abierta y brava y cabrona. Por la tarde regresábamos a la vivienda y la señora que vivía con el tío de Carlos y El Flaco guisaba los bagres. Ora fritos, ora en caldo y…

Y paseábamos por la Costera e íbamos a ver el clavado en La Quebrada y luego a la bohemia. Carlos y Miguel Ángel tocaban la guitarra y el resto berreábamos canciones de tríos y entre trago y trago de Bacachá blanco con agua de coco y limón recordábamos a los tiernos amores que nos habían roto el corazoncito de pollo.

Bueno, bueno. Adolfo y su servidor teníamos novia y las vimos una noche. Llegaron en una excursión bien custodiadas por la mamá de una ellas, cuya advertencia fue severa. Así que fuimos a bailar y caminamos de manita sudada por la Costera. Y punto.

Con la banda hicimos corte de caja y llegamos a la conclusión de que debíamos regresar al Distrito Federal pero…

El dueño de La Muñeca nos dio una opción para ganarnos unos pesos y ampliar la estancia en Aca. “Muchachos, tengo una casa en construcción y mañana hay que echar el colado”, no dijo palabras más, palabras menos e invitó a chambearle de chalanes.

Al día siguiente, antes de amanecer ya estábamos en la obra con el lomo dispuesto a cargar bote con grave y cemento. Cumplimos y el dueño del bar dijo que nos pagaba en éste en la noche. No lo encontramos y El Flaco y José Antonio decidieron esperar mientras el resto hacíamos tiempo en La Quebrada.

Cuando regresamos, nuestra paga se había esfumado en manos de dos chicas y tragos finos. Encabronados no nos quedó más que volver ipso facto al Distrito Federal.

Pero conocí el mar.

Y volví a la 513 justo el día de la posada vecinal que estuvo de poca. Hubo madrazos, ¡porsupollo!

¿Usted cuándo conoció el mar? Segurito y lo guarda en la memoria como ese tesoro que sólo se comparte de vez en cuando y en confianza.

¡Ay!, esos días de la adolescencia tardía que me sorprendió experto en torear olas y conocedor de la zonaja de Acapulco y de las chicas que nos trasteaban, adolescentes al fin, con la invitación que nos provocaba risa.

“¡Ándale mijo! ¡Yo te estreno!”, nos decían.

Esos días cuando conocí el mar, en diciembre de posadas en la 513 de la Aragón y suspiro cursi como sin duda usted suspira y no comparte, egoísta al fin y poseedor de mil secretos de adolescente, porque eso es nuestro. Nos leemos hasta enero de 2023, porfis. Digo.

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